Sinopsis
(Escrita por Maybe Albornoz para Textualmente Activas)
En la vida hay distintos tipos de vidas... Existen
oportunidades en las que toca luchar por tus sueños y proyectos, y otras, donde
está todo ya formado y sólo toca mantener el legado...
Sebastián Beltrán, es un hombre nacido en cuna de oro, quien
desde siempre lo ha tenido todo. Pero eso no significa que no haya tenido que
luchar por mantener su estatus, y por sobre todo, sacar adelante su vida luego
de la más cruel decepción amorosa, y aun así sigue creyendo en el amor. En el
fondo es un romántico que sueña con enamorar a la mujer que le roba los sueños
desde que la conoció hace dos años, no se puede decir que es algo fácil, pero él
siempre es perseverante, esperando a que algo pueda cambiar.
Monserrat Aliaga, es una mujer luchadora que emprende su
propio negocio con gran éxito. Nada en la vida se le ha dado de manera fácil.
Desde sentir humillación, abandono por quienes deberían ser sus aliados más
incondicionales, aun así sigue adelante con una coraza ocultando hasta el más
mínimo sentimiento, sin saber que la vida le enseñará que existen afectos que
van más allá de todo.
Esta es una historia que todos deberíamos conocer y
apreciar. Donde se nos enseña que a pesar de las adversidades de la vida,
siempre hay un sol que nos puede derretir ese hielo donde escondemos nuestros
miedos. También nos demuestra que en la vida es más que sólo tenerlo todo en
cuanto a lo material y que a veces el pasado muchas veces nos alcanza y podemos
sentir que nos debilita, buscando causarnos todo el daño que sea posible. Pero
si nos sorprende tomados de la mano con la persona correcta, nada nos dejará
caer.
Nadie puede ser superior o inferior a alguien, sino
iguales...Si te atreves, te asombrarás con esta bella historia, que nos cuenta
lo dulce y agraz de la vida...
Esta novela es muy especial para mí pues fue la primera que salió en papel aquí en Chile con la editorial Romance y Letras en el café Amor al arte, en Santiago.
La puedes encontrar Aquí
Prólogo
¿De qué sirve ser el
dueño del mundo si no puedes obtener lo que deseas?
Tengo dinero en el
banco, casas, departamentos, autos, yates, empresas y lo que se pueda imaginar,
lo puedo conseguir. Menos a ella. A Monserrat. La mujer que roba mis sueños y a
quien no puedo tener.
Como si la llamara
con mis pensamientos, apareció ante mí en la oficina. Ella era la única que
tenía acceso libre a mi despacho si no me encontraba en una reunión.
―Buenos días,
Sebastián ―me saludó tan fría como siempre.
―Un placer verte,
Monserrat.
―Quiero hablar
contigo acerca de la fusión de nuestras empresas ―dijo sentándose.
―Tú dirás.
―Estoy en desacuerdo
con las condiciones ―protestó.
―¿Qué condiciones?
―Las que están en el
contrato, las que puso tu abogado.
―¿Cómo así?
―No eres más que yo,
así que no entiendo por qué mi empresa debería someterte a la tuya. Esta fusión
es por ampliar nuestros horizontes no porque yo esté en la bancarrota, tú sabes
que no es así y no lo permitiré ―sentenció molesta.
―Eso lo tengo claro
―admití.
―¿Entonces?
―No tengo idea de lo
que me hablas.
―Hay una cláusula en
el contrato donde dice que tú absorbes mi empresa por lo que yo quedo a tu
disposición como subordinada.
―Jamás di una orden
así ―repliqué algo molesto.
―¿Ah no?
―No, siempre he
sabido que nuestro trato es bilateral, somos dos poderosos en unión, no uno
sobre el otro ―aseguré con firmeza, a pesar que mis pensamientos libidinosos me
hicieron querer estar en esa posición.
―Quiero que eso
quede estipulado en el contrato.
―Por supuesto,
hablaré con Felipe, mi abogado, para que lo rectifique.
―Si no, yo hablaré
con los míos.
―Por supuesto,
Monserrat, nunca ha sido mi intención tratarte como inferior a mí, estoy seguro
que no lo eres.
―Me parece. ―Se
levantó―. Nos vemos, Sebastián.
―¿Quieres almorzar
conmigo? ―consulté apresurado, aun sabiendo que la respuesta sería la misma que
la de estos dos últimos años: un "no" rotundo.
―¿Para qué?
―Tómalo como una
forma de disculpa.
―Está bien, a las
doce y media paso por aquí.
―Te espero. ―No pude
evitar sonreír demasiado nervioso.
Ella asintió una vez
y salió con su paso firme y sensual, moviendo las caderas cadenciosa, sin darse
cuenta de lo que provocaba al andar.
Negué con la cabeza,
no podía tener pensamientos románticos ni eróticos ni siquiera amigables con
ella. Era una mujer de hierro que solo se ocupaba de los negocios y toda su
vida íntima y privada era negada a los demás, sobre todo a mí. Yo no tenía
cabida en su vida. Eso me lo dejó muy claro cuando nos conocimos, y, según
todos los conocidos en común, ella no tenía más vida que su empresa, un imperio
que formó a base de esfuerzo y trabajo. Algunos decían que no tenía
sentimientos, que si los tuvo alguna vez, los había perdido en algún lugar
recóndito, donde no los podría hallar de nuevo.
Yo era todo lo
contrario. Yo nací bajo el alero del imperio familiar, es cierto que a través
de los años lo había hecho crecer, pero la lucha por la excelencia no me había
cambiado, seguía siendo el mismo chico tonto y romántico que se enamora de la
más bella, mientras que ella no tiene ojos más que para sí misma. Yo quería
amor, una esposa, hijos, formar mi propia familia, ser un amante esposo. Monserrat,
en cambio, no quería enamorarse, los hijos no entraban en sus planes y para
ella los hombres eran una pérdida de tiempo. Éramos diametralmente opuestos. Y
no me importaba. Esa mujer se había convertido en mi obsesión y no pararía
hasta conquistarla. Estaba seguro que esa mujer era para mí, que no sería como
mi anterior experiencia. No. Monserrat, a pesar de su capa de hielo, era una
buena mujer.
Monserrat Aliaga
llegó puntual a las doce y media. Yo agarré mi saco y salí de inmediato con
ella, sentí miedo que se arrepintiera si me tardaba.
―¿Dónde vamos?
―pregunté por cortesía antes de subir a mi auto, sabía que de todos modos, la
seguiría a donde fuera.
―Vamos al restaurant
del hotel Lacroix, tengo una reunión allí después de almuerzo.
―Perfecto.
La seguí, como solía
hacer cuando salíamos juntos a alguna reunión, hasta el enorme edificio de
vidrio ubicado en el sector más exclusivo de la ciudad.
―¿Tienes una reunión
de negocios aquí? ―indagué una vez instalados en la discreta mesa.
―No, es una reunión
informal ―dijo con tono extraño.
Mis instintos
celosos se imaginaron lo peor: ella y otro hombre en una de las habitaciones.
―Si quieres puedes
quedarte, seguro tú y mi hermano encontrarán más temas en común para conversar
que yo con él ―cortó a mis pensamientos.
―¿Te vas a juntar
con tu hermano en un hotel? ―pregunté sorprendido.
―Sí, él no vive en
la ciudad y se quedará aquí unos días. Prefiero que se abstenga de conocer
ciertas cosas de mi vida.
―¿No confías en él?
―Ni en él ni en
nadie ―expresó con frialdad.
―Yo me quedo,
Monserrat, si no quieres estar a solas con él...
―No dije que no
quisiera estar a solas con él, dije que tú tendrías más temas de conversación
con él que yo, nada más.
―Claro ―acepté con
algo de sorna, se le notaba en demasía su nerviosismo por tener que encontrarse
con su hermano.
Ella no respondió y
se dedicó a comer sin mirarme.
―Dime algo,
Sebastián ―me dijo al rato, alzando su hermosa mirada, algo gris en ese momento―.
¿Cómo crees que resultará nuestro contrato? ¿Crees que funcionará la fusión de
las dos empresas?
―Creo que será
espectacular. Una de las más grandes compañías de electrónicos y una de las más
grandes marcas de ropa, juntas, en una sola.
―Es algo extraño,
¿no te parece? ―consultó algo divertida, con sus ojos un poco más claros.
―No es una fusión
normal, sin embargo, creo que andará muy bien, mal que mal, somos muy buenos en
los negocios, y también.... mis diseños
de ropa combinarán muy bien con tus electrónicos.
Ella se echó a reír.
―La verdad es que no
veo dónde pegan o juntan.
―Tú te llevas mis
clientes, y yo los tuyos. Tú ofreces un equipo musical y yo ofrezco la ropa que
combina con ese equipo musical ―me
burlé.
―¿Y si no combinan
mis equipos con ninguna de tu ropa?
―Combinarán,
Monserrat, te lo aseguro, porque tú y yo somos la combinación perfecta.
Su sonrisa llenaba
mi vida de motivos. Era la más hermosa mujer que había visto y sus ojos me
hacían desear entrar en su alma. Por primera vez sus ojos no se ennegrecieron
ni se enojó conmigo por haber coqueteado con ella.
¿Habría alguna
esperanza para mí?
Un poco más de ti
(Sebastián)
Leonardo, el hermano
de Monserrat, llegó casi media hora más tarde de lo acordado, yo pensé que no
llegaría, Monserrat insistía en que sí. Y llegó. Tarde, pero llegó. Y a decir
verdad, el tipo era simpático, agradable, pero con su hermana no, no era que fuera
malo, pero todas sus bromas iban dirigidas a hacerla sentir mal, a molestarla
o, mejor dicho, a ridiculizarla.
Al rato, ella fue al
baño y quedamos los dos solos.
―¿Por qué te gusta molestarla tanto? ―increpé
con enojo―. ¿No te da nada dejarla en ridículo frente a alguien que es un
extraño para ti?
―¿Y qué tanto drama,
hermano? Son puras bromas, nomás.
―Es que hay
problema, Leonardo, ella no merece que tú la trates así, se supone que tú eres
su hermano y en tu casa, sin nadie más presente, la puedes molestar, pero
enfrente de los demás, tu deber es protegerla.
Leonardo me miró con
un gesto que no comprendí, no supe bien si era de culpa, de enfado o
simplemente de incomprensión, para él era natural ofender a su hermana.
―¿Tú y mi hermana son
pololos? ―me interrogó como volviendo en sí.
―Sí ―mentí―, aunque
es algo entre nosotros dos solos, ella no quiere que se sepa todavía, así que
no digas nada delante de ella.
―¿Y qué te gusta de
ella? No es que sea miss universo.
―No lo es, aunque debería,
tiene unos ojos muy hermosos y una sonrisa...
―Sí, pero es la
mujer más odiosa que pisa el planeta.
―Es tu hermana,
jamás la verás como yo ―repliqué algo enojado, no me gustaba su actitud ni la
visión que tenía de su hermana.
―Mira, Sebastián,
Monserrat no debe ser mujer de ningún hombre. Ten cuidado, puedes salir muy
lastimado.
―No te preocupes por
eso ―respondí con amargura, sabía que ella no se había fijado en mí y que no
era más que un socio, algo así como un trámite, ella no quería enamorarse, ni
de mí ni de nadie.
―Ten cuidado
―advirtió otra vez.
―¿Qué le pasó? ―me
atreví a preguntar.
―¿Qué le pasó de
qué?
―No me digas que no
sabes de lo que hablo, ninguna mujer es así de fría porque sí.
―Eso debería decírtelo
ella.
―Puede ser, pero te
lo pregunto a ti que eres su hermano.
―Tal vez por lo
gorda que era antes.
―¿Eso la hizo ser
así?
―Puede ser, sus
compañeros siempre le hicieron bullying por eso.
―Y eso la hizo ser
así hoy día.
―No sé, también siempre
fue muy berrinchuda y caprichosa.
―No entiendo.
―Mira, ella siempre
fue muy voluble y solitaria, a ninguno nos demostraba cariño aunque debo
admitir que yo era su hermano favorito, de niños fuimos muy amigos, muy
cercanos, pero luego ella cambió y se convirtió en lo que hoy es, ya no fuimos
más cercanos. La plata la convirtió en lo que es ahora.
Algo no me cuadró en
esa descripción. ¿Cómo era posible que siendo berrinchuda, no se hubiera
defendido de sus compañeros? Y si era gorda, ¿qué más daba? Y lo del dinero...
No podía comprenderlo, a ella le gustaba el dinero, pero no era ambiciosa
desmedida.
―Además, tuvo un
novio ―siguió diciendo al ver que yo no hablaba―, ella se burló de él, lo
engañaba con uno y con otro, y cuando mi cuñado ya estaba cansado de eso y
pensó en cortar la relación, mi hermanita le dijo que esperaba un hijo y cuando
él ya se había hecho ilusiones de que todo iría mejor desde ese momento, ella
le confesó que todo era mentira, que era para que no se fuera y seguir
teniéndolo a sus pies. Así de mala se
volvió. Mis papás no la quieren ni ver, Brayan ha sufrido mucho por su culpa.
Si ahora no fuera obligación verla... A mí me desagrada estar aquí, al final,
ella para lo único que sirve es para el dinero, eso es lo que siempre le gustó,
se olvidó de nosotros. De mí ―terminó con amargura.
Me quedé de piedra,
¿cómo era posible que su hermano la tratara de aquella forma? ¿Cómo era posible
que hablara tan mal de ella frente a un extraño? Y más aún, ¿cómo era posible
que con un hermano así, ella siguiera sonriendo? Con mayor razón quise
conquistarla, me di cuenta de que nadie creía en ella y que debió luchar contra
su propia familia de la que seguramente buscaba su aprobación, pero con gente
así, difícilmente lo lograría y yo quería asegurarle que su mirada era hermosa
y su sonrisa me hacía feliz, que era como si me diera las ganas suficientes
para seguir adelante a pesar de todo. Incluso de su rechazo. Su sonrisa... Su
sonrisa era mi felicidad.
Monserrat volvía. Yo
la contemplé mientras avanzaba hacia nosotros, era un poco más baja que yo, no
tenía cintura de avispa, pero todo su cuerpo daba la sensación de armonía; por
lo general estaba seria, ahora también.
―¿Me extrañaron?
―preguntó irónica, con algo de molestia y un poco a la defensiva.
―Para nada,
hermanita ―contestó Leonardo bebiendo un sorbo de su cerveza.
―Yo sí ―admití con
sinceridad.
―Gracias, Sebastián.
―Extendió su mano y la puso sobre la mía―. Sé que tú eres el único que me
quiere ―dijo en tono de broma.
―El único no creo,
el que más, sí ―respondí aliviado porque no me había rechazado.
Nos quedamos mirando
un buen rato. Para mí esa mujer era hermosa, su hermano no podía ver la belleza
de su ser, por mi parte no la podía imaginar fea, no porque ahora fuera una
belleza de 90-60-90 o porque tal vez se hubiera hecho cirugías que renovaran su
rostro, no, Monserrat era bonita, tenía lindos rasgos, sus ojos eran de un
color cambiante, verdes, marrones, amarillos, grises y todas las tonalidades
intermedias, dependiendo de su estado de ánimo. Ahora los tenía amarillos con
negro, pero hacía un rato los tenía grises, quizás no se sentía del todo cómoda
con su hermano, ya que ese era el color del rechazo o la molestia. Su sonrisa,
aunque poco frecuente, era sincera, y eso de por sí, la embellecía, no era una
sonrisa falsa como tantas que se ven por ahí, era una sonrisa que esparcía
felicidad.
"Sí, señor,
Monserrat Aliaga es hermosa", pensé sin querer apartar la vista de esa
mujer, "y será mía, aunque sea lo último que haga", me sentencié a mí
mismo.
―Creo que sobro
aquí, me voy a mi habitación. Fue un gusto compartir contigo. Hasta luego,
Sebastián, nos vemos.
Leonardo se despidió
con celeridad y así mismo se fue.
―¿Qué te pareció mi
hermano? ―inquirió ella poco después, por un momento me pareció que para
apartar su mirada de la mía tuvo que salir de una especie de trance, del mismo
en el que entraba yo cada vez que su mirada se cruzaba con la mía.
―¿La verdad? ―pregunté
algo incómodo.
―La verdad.
―Simpático, agradable,
aunque para ser sincero, no me gustó el modo en el que te trataba, no sé, está
bien hacer un par de bromas, todos lo hacemos con nuestros hermanos, pero creo
que a él se le pasa la mano y peor todavía, él tiene una visión de ti que
pareciera que sintiera rencor por ti.
―¿Tú crees?
―Sí. Piensa, cuando
uno está con extraños hay cosas que no se pueden decir, yo jamás se las diría a
mi hermana, mucho menos en público. No se me ocurriría hablar mal de una de mis
hermanas delante de un extraño, por más que piense que es su pololo o pareja.
―¿Cómo qué?
―Como que es una
mujer tonta, “tarada” dijo él ―le recordé una de sus “bromas”, sin querer
decirle lo que había hablado conmigo más seriamente.
―Oh. ―Bajó la cara e
intentó sacar su mano, pero la retuve entre las mías.
―No eres tonta,
Monserrat, mira dónde has llegado a base de esfuerzo, trabajo y mucha
inteligencia.
―Sí, pero nada de lo
que yo haga hará que me vean de otro modo. No solo él lo piensa así, es toda mi
familia.
―No debes creerles.
―Soy una tonta. O lo
fui. Y eso no va a cambiar.
―¿Por qué?
―Es una historia
larga y triste.
―Por tu ex pololo
que jugó contigo.
Ella alzó los ojos y
clavó sus bellas y grises pupilas en mí, con su rostro blanco como el papel.
―Tu hermano me lo
contó.
―¿Te dijo que él
había jugado conmigo? ―preguntó sorprendida.
―No exactamente, más
bien al revés, pero sé que así fue.
―No debió decirte
nada.
―Tú no fuiste tonta,
él fue un imbécil.
―Yo fui una tonta
por creerle.
Sonreí al saber que
era como yo pensaba y que la familia de Monserrat estaba equivocada, estaba
seguro que Leonardo había tergiversado los hechos y ahora lo comprobaba.
―Él fue un idiota
por jugar con una mujer. Las mujeres no son juguetes y si él no lo entendió así,
no es tu culpa, es de él.
―Sebastián... ―La
voz se le quebró y entendí exactamente lo que tenía que hacer.
―Vamos, Monserrat,
salgamos de aquí.
Sin soltar su mano
me levanté y ella me siguió sin chistar. Una vez fuera, di la indicación que
llevaran mi auto a mi casa y me subí al de ella, ante el volante.
―¿Dónde vamos? ¿Por
qué conduces tú? ―interrogó casi por compromiso.
Yo no contesté, solo
le dediqué una alegre sonrisa. Después de dos años de conocerla, primera vez
que la sentía tan cerca y no desaprovecharía el momento. Estacioné, minutos más
tarde, en su casa.
―¿Por qué me
trajiste aquí? ―preguntó ella.
―Para estar
tranquilos.
―Bien podríamos
haber ido a mi oficina o la tuya, no era necesario esto ―protestó, pero sus
protestas, sus interrogatorios, eran como para no perder su imagen de mujer
fuerte y fría, no porque realmente lo sintiera.
―Monserrat, son las casi
las seis de la tarde y es viernes, ¿por qué íbamos a ir de nuevo a la oficina?
Ella hizo un mohín
con los labios que a me pareció encantador y mis deseos de besarla fueron casi
incontrolables, pero por ella me contendría.
―Es viernes,
tomémonos una copa, pidamos algo para cenar y luego... tenemos muchos tiempo
para conversar ―dije para convencerla.
―No me voy a acostar
contigo... A pesar de lo que te haya dicho mi hermano ―advirtió.
―No lo espero
―aseguré con algo de molestia bajándome del auto, no por lo que me había dicho,
más bien por recordar las palabras de Leonardo en contra de su hermana.
―No me voy a acostar
contigo ―repitió al llegar a mi lado.
―Sería un idiota
peor que tu ex si quisiera acostarme contigo si ni siquiera te he dado un beso.
Me gusta ir paso a paso, aunque, lo sabes, ganas no me faltan.
―Mira, si vas a
decir que no harás nada que yo no...
Puse mi índice en
sus labios para callarla.
―No me voy a acostar
esta noche contigo aun si tú lo quisieras, no eres un juego para mí, Monserrat,
yo no soy tu ex, no soy tu hermano y no soy ninguno de los hombres con los que
te has relacionado hasta ahora. Yo quiero más de ti que solo acostarme contigo,
así que entremos, cenemos, tomemos un trago, y hablamos de la inmortalidad del
cangrejo si quieres.
Ella sonrió y sus
ojos se aclararon a un amarillo verdoso. Yo también sonreí, la tonalidad en sus
pupilas me indicaron que se había relajado y estaba feliz, y eso era suficiente
para mí.
La tomé del codo
para hacerla entrar. Debo decir que partimos conversando de la fusión de
nuestras empresas, a ella no la convencía del todo y para ser sincero, no
entendía por qué había aceptado, si ella sentía que no encajaban nuestros
rubros, a mí tampoco, pero era una forma de estar cerca de ella. Sus motivos yo
no los sabía y en alguna parte de mi cerebro imaginé que eran los mismos míos,
a pesar que en algún minuto pensé que era más factible que el reclamo que me
fue a hacer por la mañana no era más que una excusa para no firmar, ella estaba
muy interesada en los detalles y lo que podíamos esperar de esa unión
comercial, unión que yo, por supuesto, esperaba fuese más que económica.
Me encantó hablar
con ella de un modo más relajado, como amigos, más que como socios o dos empresarios.
Sus ojos pasaban del verde al amarillo en cosa de segundos, lo cual me
desconcertaba y a la vez me fascinaba, no podía apartar mi vista de ella. Esa
mujer me encantaba.
―¿Qué quieres comer?
―le pregunté después de poco más de una hora de agradable charla.
―¿Comida árabe?
―respondió ella algo insegura.
―Buena elección
―accedí feliz, también me gustaba esa comida.
―¿Te gusta? ―Monserrat
se sorprendió.
―Claro, es una de
mis favoritas ―acepté y ella me sonrió con una sonrisa que no había visto en ella
antes y me quedé sin habla.
―¿La pides tú o la
pido yo? ―me preguntó y me sentí como un idiota, pero un idiota enamorado.
―Yo... Yo llamo
―tartamudeé.
―Sebastián...
―Tranquila, todo
está bien.
―No quiero darte
falsas esperanzas ni que pienses que esto significa algo.
―No lo pienso ―mentí
descaradamente.
Ella negó con la
cabeza y sus labios se mantuvieron en línea recta, en otro momento yo hubiese
pensado que ella estaba enojada, pero no, porque sus ojos seguían tan amarillos
como antes.
Llamé por teléfono
para pedir el menú y nos dirigimos a la cocina para preparar los cubiertos.
―¿Comemos aquí o en
el comedor? ―le consulté.
―Aquí es más cómodo,
solo somos los dos.
―De acuerdo.
Comenzamos a sacar
unos platos y servicios.
―Dime algo, Monserrat,
¿tú cocinas?
―Sí, pero la verdad
no me gusta, ¿por qué? ¿Te gustan las mujeres "dueñas de casa"? ―preguntó
con sarcasmo.
―No, para nada, es
que yo sí cocino y me gustaría algún día hacerlo para ti.
―¿Ya? ―replicó
incrédula.
―Sí, ¿no te gustaría?
―La verdad es que
nunca nadie ha cocinado para mí.
Sonreí abiertamente,
ese era un punto a mi favor.
―Yo sería el primero
―comenté feliz.
―Lástima que no me
gustan las cenas románticas ―respondió a la defensiva.
―Nadie dijo que lo
sería ―afirmé sin perder mi buen humor.
―A ver, Sebastián,
desde el día uno que me conoces me dijiste que yo te gusto, estos dos años has
luchado por conquistarme...
―Enamorarte, Monserrat,
no eres un país para conquistarte ―corregí con dulzura.
―Enamorarme ―accedió
ella―, pero ¿sabes qué? Yo no quiero ser enamorada, ni conquistada, ni nada que
se le parezca.
―¿Por el imbécil de
tu ex?
―Porque los hombres
son todos iguales.
―¿Estás segura?
―Dime algo,
Sebastián, si yo fuera gorda, ¿te hubieras fijado en mí? ¿Y si fuera fea? No
tengo un cuerpo de modelo, pero me veo relativamente bien, si no fuera así, ¿te
habría gustado de todas formas? ¿Te habrías dignado siquiera a dirigirme la
palabra o te hubiera avergonzado tener de socia a una mujer fea?
La contemplé durante
varios segundos y llevé mi mirada de su cabeza hasta los pies y de vuelta a su
rostro. Los ojos de Monserrat eran hermosos, extraños, diferentes, sus cambios
de color, de tonalidades... Eran especiales. Su sonrisa. Su sonrisa no era la
de una mujer fea. Además, para mí, no existían las mujeres feas, solo que
algunas no eran del gusto general, o del mío, pero no por ello eran feas. Mucho
menos Monserrat, no sabía quién la había hecho creer eso ni por qué, pero ella,
aunque fuera gorda, no sería fea. Yo podía dar fe de eso.
―Será mejor que te
vayas ―dijo ella con un suspiro.
―No ha llegado la
cena ―respondí como un ruego.
―No tengo apetito.
Buenas noches. Deja cerrado, por favor.
Se dio la vuelta, la
seguí y ella subió el primer escalón de la escalera al segundo piso.
―¡No te vayas!
―supliqué cogiéndola de la cintura y apretándola contra mí.
―¡Déjame! Escúchame,
Sebastián, si continuas con esto no me quedará más opción que terminar con nuestro
contrato y alejarme de ti para siempre.
―Ya te dije que no
intentaré nada, solo quiero que no te vayas.
―No te das por
vencido, ¿verdad?
―¿Contigo? Jamás
―respondí con firmeza, apretando un poco mis dedos en la cintura femenina. Quería
besarla y demostrarle que yo no era como su ex ni como nadie.
El timbre sonó, la
cena había llegado. Salvada por la campana. O el salvado era yo, pues ella ya
no podría retirarse. Salí a recibir el pedido y al volver, Monserrat estaba más
calmada.
―Ven, cenemos antes
que se enfríe ―la invité yendo con las bolsas hacia la cocina.
―Deberías irte,
Sebastián ―indicó apoyada en la entrada de la habitación.
―No vas a dejar que
me vaya con hambre, ¿o sí?
―Sebastián...
―Ven, sé que en
realidad no quieres que me vaya, olvida el impasse de recién y volvamos a ser
los mismos de siempre.
―Yo no quiero que te
hagas ilusiones conmigo.
―Si me las hago, lo
hago yo mismo, no te preocupes tú.
―Yo no voy a amar a
nadie ―aclaró.
―Lo sé.
―¿Entonces?
―Ven, sentémonos a
cenar como socios, como amigos, como dos adultos que no quieren estar solos
esta noche.
Ella suspiró y se
sentó frente a mí en la mesa.
―¿Lo ves? No es tan
difícil.
―¿Por qué lo haces?
―¿Qué cosa?
―Esto. Eres amable
conmigo aunque yo te trate mal.
―Todas las mujeres
son cíclicas, dímelo a mí que tengo tres hermanas. Mi hermano y yo sufríamos
con ellas y "sus días" ―expliqué en tono de broma, no quería que ella
se pusiera de mal humor, mucho menos que se entristeciera.
―Qué machista tu
comentario ―dijo con algo de humor.
―Es una broma, así
puedo decir muchas cosas de ellas, pero jamás se me ocurriría decírselas en
serio.
―No todos los
hermanos son iguales ―acotó.
―Ni todos los
hombres tampoco ―agregué.
Se dibujó una
hermosa sonrisa en el semblante de mi acompañante.
―Tú no cedes ―afirmó
irónica.
―Ya te dije que
contigo, jamás.
Asintió con la cabeza
y siguió comiendo en silencio, yo apenas apartaba mi mirada de ella, pero ella
parecía pensativa, como en otra parte, en otro planeta. No quise interrumpirla,
me pareció demasiado concentrada, como si estuviese debatiendo algo en su
mente, quizás estaba pensando en si darme o no una oportunidad. Sonreí para mí
mismo, cualquier cosa me hacía dar esperanza y ya llevaba dos años así,
buscando ilusiones donde no había más que rechazo.
―¿Te gusta bailar?
―preguntó ella de pronto clavando sus bellas pupilas en mí, pillándome de
sorpresa.
―A decir verdad no
soy muy buen bailarín ―contesté con algo de vergüenza.
―A mí me encanta y
hace mucho que no salgo a bailar.
―¿Quieres ir? ―La
esperanza creció en mí.
―A ti no te gusta
―replicó con desdén, tirando la servilleta en la mesa.
―No dije que no me
gustara, dije que no era muy bueno ―aclaré con celeridad.
―¿Y dónde iríamos?
―Dime tú, yo no soy
el experto en bailelogía ―bromeé
feliz de este nuevo paso.
―¿Baileología?
―Ciencia del baile.
Ella rio
condescendiente.
―¿A una salsoteca? ―ofreció.
Me levanté de la
mesa para ordenar todo antes de irnos.
―Si quieres pasar
vergüenza conmigo... ―dije juntando los platos.
―No, conozco un muy
buen lugar que sé te va a encantar, además, hay profesores si quieres aprender.
Dejé los platos en
el lavavajillas y ella puso los vasos.
―¿Y no me puedes
enseñar tú? ―Me acerqué mucho a ella, casi al punto de rozar sus labios.
―¿Por qué no?
―aceptó coqueta y me pareció ver un tinte rosa en sus mejillas.
¡Por fin! Primera
vez en dos años que coqueteaba conmigo y aceptaba una invitación. Mi corazón se
aceleró al máximo y sentí que me puse rojo, ella lo notó y se acercó unos
milímetros más, sus ojos estaban amarillos y burlones, pero no me amilané ante
ella, Monserrat estaba a pocos pasos de ser mía y yo lo único que quería y
anhelaba, era estar con ella.
―Si me besas ahora,
estarías faltando a tu palabra ―advirtió con voz temblorosa.
―Si te beso ahora,
perdería todo lo que he conseguido y yo no quiero solo un beso, quiero más de
ti.
―Tenemos que irnos
si quieres que te enseñe a bailar.
―Vamos, todo sea por
estar contigo ―acepté sonriente y expectante de lo que pudiera pasar cuando
ella se diera cuenta de que yo de bailarín tenía lo que ella de confiada y que mi
único fin era que esa noche no terminara jamás.
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