“Justo cuando es
medianoche,
la viuda con su lamento,
hace temblar al viajero
cual si fuera pluma al
viento” (Letrero de La viuda de Potrerillos)
Un frío gélido me hizo
estremecer.
El camino, iluminado solo por las
luces delanteras de mi camioneta, hacía del resto del camino, un pozo negro.
Por más que lo intentaba, no podía recordar a ciencia cierta el lugar que me
rodeaba en ese momento. Llevaba menos de dos meses trabajando en Potrerillos y
viviendo en El Salvador, aquella era la
primera vez que hacía ese recorrido de noche. Sabía que no podía perderme, pues
era una sola vía. Lo que sucedía era que todo era tan parecido allí... Desiertos y cerros que parecían uno solo de
tan iguales.
Miré mi celular, tras la indicación
de “Sin señal”, aparecía la hora: once cincuenta. Casi medianoche y recién
estaba regresando a casa con mi mujer. Un problema en la fundición me retrasó
aquel día.
Un nuevo frío congelante traspasó
mis huesos e hizo un recorrido desde la base del cuello hasta el final de mi
columna vertebral.
Sin querer, recordé las leyendas
de La Viuda y la Carreta, que existen en esa ruta. Me reí de mismo. Yo, un
ingeniero civil en minas, ateo y muy práctico no podía creer en esas tonterías.
Comencé a pensar en las mil historias que de niño me contaba mi abuelo y que no
eran más que supercherías de viejos que cada suceso natural lo convertían en
algo paranormal y fantasio...
Las ruedas de mi camioneta rechinaron sobre el
asfalto al detenerla de manera tan brusca para hacerle el quite a la mujer que
se me puso por delante, por lo cual el coche patinó y fue a dar a la berma. ¿Qué
hacía esa mujer parada en medio de la carretera? Maldije para mis adentros y
bajé de mi vehículo enfurecido para constatar que se encontrara bien, aunque, a
juzgar por su postura, todavía de pie en medio de la calzada, se encontraba en
perfectas condiciones.
Caminé enfurecido hacia ella y
cuando estaba a menos de un metro de distancia, desapareció tal como había
aparecido, de la nada, como si nunca hubiese estado allí.
Estoy alucinando, me dije en voz
alta, no sé si porque lo pensaba de verdad o para convencerme a mí mismo.
Giré sobre mis talones, más
enojado aún, y miré la camioneta. Por un segundo no pude respirar. El vehículo
había quedado atravesado en la berma, justo al lado de la roca de La Viuda, con
sus luces iluminando el letrero. Un
escalofrío recorrió mi cuerpo. La sangre se me heló, pero muy pronto me recobré.
Yo no creía en esas cosas y no iba a empezar a creer ahora.
Apresurado, me subí al carro.
Miré el reloj de mi celular, las doce y dos minutos. Resoplé poniendo mis dos
manos sobre el volante para tranquilizarme. Aunque no lo quisiera admitir,
estaba un poco asustado.
A punto estaba de girar la llave
para echar a andar el motor, cuando un alarido desgarrador me hizo estremecer.
Cogí una linterna de emergencia de la guantera y volví a salir de la camioneta.
Si esto era una broma de mal gusto, me la pagarían.
Todo estaba demasiado oscuro, la
luna apenas sí alumbraba las siluetas de los cerros y las luces de mi camioneta
no alcanzaban a iluminar más que unos pocos metros adelante. Algo estaba
pasando en ese lugar y lo averiguaría. Para mí, todo siempre tiene una explicación
racional y esta vez no sería la excepción.
Una corriente de aire pasó por
mis oídos y se instaló en mi cuero cabelludo. Una silueta pasó por mi lado.
Pero no podía moverme, no era capaz de hacerlo. En ese momento sí sentí miedo,
debo confesarlo.
Una mujer se paró frente a mí,
salió de la oscuridad. Era una mujer hermosa, en realidad, su belleza era
extraña. Si hubiese creído en fantasmas, hubiera dicho que esa belleza era
fantasmal, pero no creía en ellos.
—Uno nunca debería sufrir por
amor —comenta como si estuviera hablando del tema desde antes.
—¿Quién eres?
—Mi nombre no importa.
—¿Qué quieres? ¿Qué pretendías
parándote en medio de la carretera?
—Detenerte, ¿qué más?
—¿¡Por qué?!
—Porque tu esposa no merece
sufrir.
Pensando que aquella no era más
que una broma, me di la vuelta para volver a la camioneta, pero un soplido en
mi oído me congeló, literalmente, todo el cuerpo.
—No te vayas —susurró la mujer,
la sentí como si estuviese dentro de mi cabeza.
Caminé con dificultad, pero no
pude avanzar más que unos cuantos pasos. Quería gritarle que me dejara ir, que
esto no estaba pasando, que yo no creía en brujos ni fantasmas, pero no era
capaz de articular palabra.
La mujer apareció delante de mí y
me miró con sus profundos ojos negros. Movía la cabeza lentamente como
estudiando cada uno de mis rasgos. La desesperación se apoderaba cada vez más
de mí. Quería moverme y salir de ese lugar.
—Tu esposa te ama.
Claro que lo sabía, yo también la
amaba.
La mujer se movió hacia mí y me
atravesó. ¡Me atravesó! ¿Cómo podía ser posible eso?
Me di la vuelta con rapidez y
ahí, justo frente a mí, a dos centímetros de mi cara estaba ella, sus ojos,
como dos agujeros negros, me paralizaron. Esto iba en contra de todo lo que
creía.
Decidido a dejar esta experiencia
atrás, giré y avancé a la camioneta, cuando la oí gemir. Lloraba. Su llanto era
tan triste y desolado como los parajes en los que estábamos. Dudé un momento,
pero no pude dejarla allí tan sola. Aunque fuera un fantasma. Me acerqué y busqué
su mirada.
—Nadie debería sufrir por amor —aseguró.
Un golpe seco en el cerro
colindante me llamó la atención, pero no se veía nada, al volver la vista, la
mujer había desaparecido. Miré a todos lados en su busca, pero nada.
Sentí como si alguien soplara en
mi nuca y un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
Me subí a la camioneta aprisa.
Miré la hora. Las doce y media. Eché a andar el vehículo y un grito salió de mi
seca garganta al ver a la mujer sentada a mi lado.
—No te vayas —repitió como antes
y volvió mi sangre a helarse.
—Debo irme, mi mujer me espera.
—No —sentenció y todo se me fue a
negro.
Han pasado cinco años de aquello
y solo una razón ha hecho que no me vuelva loco pensando en si pasó todo esto o
lo imaginé. Me encontraron al día siguiente. Estaba inconsciente con la puerta
de mi camioneta abierta. Pensaron que me dormí y descarrilé quedando sobre la
berma. Dejé que lo creyeran cuando me enteré, aquel mismo día, que dos hombres
habían perdido el control de su vehículo en dirección opuesta a mi camino, de
haber seguido viaje, me hubieran chocado y hubiese muerto. El suyo era un
camión de carga.
Averiguando acerca de la leyenda,
encontré muchas versiones, pero una me llamó especialmente la atención. La que
dice que una mujer perdió a su amado en esas latitudes y ella, buscando y
buscando a su amor perdido, murió de hambre, sed, calor y frío. Ahora, ayuda a
quienes van por el camino. A mí me ayudó, de no ser por ella, aquella noche
hubiese muerto. Solo mi esposa sabía mi historia, primera vez que la cuento a otros.
Yo no creía en cuentos de viejos. Y sigo sin creer. Porque ahora estoy seguro
que esto existe. No necesito creer. A veces, cuando paso por allí,
especialmente de noche, levanto mi mano a manera de saludo y sé, por el frío
que congela mi espalda, que ella también, a su modo, me saluda. Quisiera
encontrar la forma de ayudarla a salir de esa cárcel, del tormento de vagar por
el desierto sin encontrar reposo, si sabes alguna manera, házmelo saber, porque
no descansaré hasta que ella también lo haga y deje de sufrir y llorar por su
amor perdido.
Relato corto que participa en la Antología Musical de Inquisición Wattpadiana